Hay suspiros que nacen desde los ojos hacia el pecho, y se expanden con una velocidad que roza lo imposible, acomodándose por un rato largo en la yema de los dedos, bien en la punta; y también un poco en la punta de todo, incluso de la nariz, o de las pestañas, o de la rodilla cuando se arrodilla, o de las orejas, caderas, lengua y talón.
Y no es un aire efímero que viaja por fuera, no. Su recorrido es sumamente interno y profundo, pero sin esconderse detrás de nada… como acariciando cómodamente los límites de ese afuera y adentro que tenemos en la piel, mientras se desliza huidizo e incorpóreo, hasta cada rincón que elige hacer vibrar con su fugaz visita.
Y no es un aire efímero que viaja por fuera, no. Su recorrido es sumamente interno y profundo, pero sin esconderse detrás de nada… como acariciando cómodamente los límites de ese afuera y adentro que tenemos en la piel, mientras se desliza huidizo e incorpóreo, hasta cada rincón que elige hacer vibrar con su fugaz visita.
Pero lo más fabuloso e interesante, lo que incluso toma mayor importancia al respecto mismo de su existir; es que finalmente se hospeda en un punto indefinido entre el recuerdo y el sentido, para volver en cualquier instante al ser llamado, fantaseado, sugerido o evocado; rehaciendo el mismo e intenso recorrido por cada tramo del cuerpo, y otorgando además de yapa, el delicioso placer de revivirlo como si fuera nuevo.
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