Se humedecen porque si, porque todo, porque el tiempo tiene eso de no querer dejarnos nada más que el ahora, y todo un montón de ayeres para revivir sintiendo, doliendo. A veces más dulce, a veces menos. Pero qué dolor no es pena, cuando el alma se estruja o los ojos entonces, se humedecen. Y si, el pecho se llena de tibio, tibio del recuerdo de lo que antes era todo, de lo que antes significaba un presente. Ese presente de ayer, ese pasado del hoy que no esta más, que poco dejó de lo que soy ahora, y tantas raíces fundó sin embargo para hacerme. Se humedecen. Los ojos, el pecho, las manos, la mente. El cuerpo entero porque se estremece. Porque no quiere dejarse ir en este desgarro del saber. Conocimiento certero, profundo, sincero, de que ya no hay un hoy como aquel. Y tampoco está mal, no esta mal porque nada es lo que ayer. Y el hoy es maravilloso. Pero duele. En ese grado, granito quizá de arroz, de sentir, de pesar, donde se extraña lo que ya no hay detrás de la puerta para ir a jugar. Ni de esos ojos, ni de esas manos, ni de esa risa que eran carcajadas, ni de esa mente, que era brillo, que era luz, que era alma. Y no era sola, eran dos. Dos, tres, cuatro, mil. Conviviendo en ese ayer, que ya no es hoy, que duele bien.
(a La Dani, a esa otra epoca, a ese mismo mundo)
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